lunes, julio 20, 2020

La Enfermedad (fascículo 4)


Día 5 - Mâred

Estoy en Jbail. Desde la colina Aida me mira, camino a ella, al fin ha llegado. Siento la garganta seca, avanzo. Aida sonríe, viste un largo vestido amarillo y un velo que le tapa la cabeza pero que el viento intenta quitárselo. El viento sopla y duele en el oído. Tras Aida, una sombra con forma de mujer avanza de espaldas hacia ella, no veo el rostro. Aida no deja de mirarme, y la mujer la toma del brazo, la jala. Aida sale de mi vista. Corro hacia ese lugar. La garganta me explota. Despierto.

No estoy Jbail, estoy en mi trabajo, en el velero gigante.

Me siento sobre la cama. Tengo los ojos irritados. Deben ser las cinco de la mañana, en media hora suena mi despertador. La cabeza me explota. Trato de respirar por la nariz, no lo consigo así que lo hago por la boca. Ayer me sentía bien, la enfermedad debió entrar por mis pies, hacía frío. He soñado con Aida, al menos mientras soñaba pensaba que era ella. Ahora despierto, me doy cuenta que tenía otro rostro, pero era ella.

Aida es la mujer con la que sueño desde mi niñez, nunca la he visto en otro lugar. Puedo pasar mucho tiempo sin verla, como ahora, desde la última vez habían pasado ocho años. La primera vez que soñé con ella, Aida estaba sentada sobre una gran piedra, bajo un olivo, de espaldas. Me acerqué y la llamé por ese nombre, Aida. Se dio la vuelta y me sonrió. Me pidió que baile con ella, ahí mismo bajo el olivo. Bailamos, no hablamos nada más. Aquella vez, cuando desperté estaba seguro que era una señal, que ella existía realmente, que la vería despierto y ella me reconocería. Quizás en alguna parte de Jbail ella también soñaba conmigo. Mucho tiempo estuve atento a reconocerla pese a no tener una imagen clara de su rostro, cuando la vería lo sabría, así tenía que ser. Pero no ha pasado.


Me levanto, en la cocineta hago hervir agua y paso un té de bolsa. Quiero aclarar mi garganta. El té no hace efecto. Tomo una ducha con calma, me seco, me visto con el uniforme. Salgo del camarote, la cabeza me da vueltas.

En la cocina pido un paracetamol. Mientras lo tomo veo alrededor, la vida parece ya haber tomado fuerza. Calderas, ollas, sartenes danzando por todo lado. Algunos son para el desayuno, otros para algún preparado especial del almuerzo o la cena. Los oídos se me tapan. Me encuentro con Oleksandr, me dice algo en ucraniano que no entiendo, supongo que es algo así como ¡Buenos días idiota!; a Oleksandr le gusta insultar a sus amigos en su idioma, yo le devuelvo el buenos días en árabe, él me da un abrazo. Para entendernos hablamos en francés, es mi segunda lengua, y Oleksandr por alguna razón no habla inglés, sólo ruso ucraniano y francés con un acento eslavo espantoso. Le digo que no me siento bien, que me da vuelta la cabeza, me pide que espere. Vuelve con un vaso, me dice que es ajenjo,

- Le meilleur pour le rhume.

Lo tomo de un sólo trago. La cabeza parece que me va explotar, un gran envase rosado y azul nubla mi vista, mi boca sabe a detergente. Siento el golpe del piso en mi hombro y escucho cómo se rompe el vaso, parece que muy lentamente. Escucho a Oleksandr rugir, me levanta como si no pesara nada. Corro con sus pies hacia algún lado.


Aida. La última vez la vi en un sueño hace ocho años, yo caminaba en un barrio de Montpellier, había ido a visitar a unos amigos de la familia que se habían ido con sus padres a Francia unos años después de la Independencia del Líbano. En el sueño soplaba un viento constante, yo bajé las gradas hacia Antigone, para luego caminar hacia Place de L’Europe. Al llegar a la plaza vi lo grande que era. Las viviendas alrededor parecían inalcanzables, por altas y menudas. Justo al lado vi el Lez. En medio de la plaza estaba la Venus de Milo decapitada. Tras ella, en un segundo, apareció Aida caminando, sabía que era ella. No me miró, se alejó hacia el sur, hacia el río. La luz del sol no la tocaba, parecía caminar siempre bajo una sombra, pese a que no había nubes y el sol devoraba todo alrededor. Bajó unas escalinatas hacia un restaurant a orillas del Lez, la seguí. Había un pequeño muelle que recorrió hasta el final, subió a un bote y se sentó. Fui hasta ahí, pero no pude subir a la pequeña embarcación.

- Si quieres encontrarme, un día vas a tener que subir.

Hice un esfuerzo por mover mis pies, pero no pude, me paralicé. Ella se puso de pie, y sin mirarme soltó amarras; mientras lo hacía, estuvo a unos centímetros de mí, quise hablarle, quise tocarle la mano, no pude. Dio una patada al pequeño muelle y con el impulso se alejó. Me quedé mirándola. Mientras se alejaba, el bote se convertía en un enorme velero y el río en el mar.

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