sábado, julio 18, 2020

La Enfermedad (segundo fascículo)

Día 3 - Carolina

Me siento mejor luego de desayunar muy temprano té con pan y mantequilla. Desde la ventana del camarote veo el puerto, Salvador de Bahía. Por los parlantes anuncian que tenemos el día para recorrer y, si lo deseamos, también comer en la ciudad. Joaquín está animado, me da un beso y me dice que estoy hermosa. En cubierta nos reparten trípticos turísticos, información y consejos sobre la ciudad. Se nos recomienda el centro histórico, no ir a ciertos barrios por peligrosos como en todas las ciudades. El Centro Histórico parece lindo en las fotos, en especial el barrio de Pelourinho. Nuestro descenso del barco es más rápido de los que están en categorías inferiores donde se ven largas filas. Podemos coger un guía turístico del mismo barco, pero yo le pido a Joaquín que hagamos el recorrido por nosotros mismos. Es extraño volver estar en tierra firme. Llegar por barco nos da un aire de conquistadores, es muy diferente a llegar por avión o tierra. Caminamos una callecita que bordea el puerto. Podemos ver justo en frente y arriba, elevada, la ciudad alta. Llegamos a una plaza semicircular, ahí está el Mercado Modelo y al frente un gran elevador. Subimos, estamos rodeados de turistas de todo tipo. Llegamos a un corredor y luego una plaza. Es la ciudad antigua, el casco viejo diríamos nosotros. Deambulamos por las calles. Las casas son todas lindas, viejas y coloridas. En las plazas no es raro ver músicos, y gente bailando, turistas gordos en chancletas y pies rojos. Nos sentamos en una terraza. Yo pido un jugo de piña, Joaquín una cerveza fría. Joaquín comenta que no quiere sacar fotos. Le digo que mejor, que las mejores fotos se sacan con los ojos y el corazón, y esas siempre mejoran en el tiempo de los recuerdos. Joaquín está de acuerdo. Las cámaras arruinan la experiencia, concluye, la convierten en vulgar.

Escuchamos discutir a tres mujeres en la puerta de un anticuario. Dos de las mujeres son claramente más jóvenes que la tercera que es negra y parece la dueña. Las dos jóvenes son morenas. La dueña ríe, tiene una pañoleta colorida envuelta en la cabeza, unos cuarenta años, no es fea, aunque algo exagerada de caderas y pechos. Las tres parecen hablar al mismo tiempo sin escucharse, cada una gritando más fuerte que la otra, pero son dos contra una. Una de las jóvenes le pone un brazo encima y ella se lo quita y le responde tirándole de los pelos. Cuando la suelta, la otra joven intenta vengar a su compañera con un manotazo que busca la cara, pero ella lo esquiva. Las jóvenes dan pasos hacia atrás, la miran, la insultan cada vez con menos fuerza y se alejan. La negra parece reír también, salta como si con cada salto podría enviarles con más eficacia y más lejos sus palabras. Aún cuando se pelean los brasileños parece que la están pasando bien. Mientras brinca, sus enormes pechos se mueven, brillan. En general, no puedo dejar de mirar a las mujeres con mucho pecho, me digo que el busto pequeño es más cómodos pero igual quisiera tener más, un poco más. Cuando terminamos nuestras bebidas pasamos por el anticuario donde está ella. Joaquín le pregunta el precio de un cuadro, seguramente le mira el pecho. Ella ríe y responde en español que no cree que lo pueda pagar. Explica que ese cuadro no está a la venta, ella misma lo hizo, no es tan viejo, aunque lo copió de uno que hizo su abuela. Me quedo mirando el cuadro, está compuesto por pequeños puntitos que hacen adivinar las formas mayores. Son dos niños: un niño y una niña, no se ve sus rostros, están de espaldas y caminan de la mano en un patio vacío, quizás saliendo de una escuela, podría ser una imagen tierna, pero cuando la miro siento sobre todo tristeza, una sensación de soledad. Por un momento soy la niña y quiero no soltar nunca al niño de la mano y sentir que no estoy sola, pero lo estamos. Me emociona, me da alegría incompleta, ganas de quedarme ahí, de abrazar a la vendedora y decirle que es guapa y hablar de todo y de nada en la vida. Pero el cuadro es de ella y Joaquín no tiene derecho a querer comprarle la emoción. Le digo que no insista, que la deje en paz. Ella me sonríe y me guiña un ojo. Joaquín le pregunta si conoce un buen lugar para comer, uno sin muchos turistas, auténtico. La vendedora nos dice que esperemos un momento que su hija sabe mejor de comidas. Entra en la casa. Al poco rato sale un niño y nos pregunta en portugués qué queremos. Joaquín le dice que su madre nos dijo que preguntaría un lugar para comer sin muchos turistas. El niño pone cara de no entender. Dice que su madre vive en otra ciudad y ahí sólo está con su padre. Joaquín piensa que es una broma, no tiene paciencia, se le nota en la cara, y le pregunta por dónde comer. Nos dice que hay muchos restaurantes y todos están llenos de turistas. Lo dejamos atrás, mientras buscamos dónde comer. Joaquín dice cosas sobre los pueblerinos, sobre los negros, sobre los campesinos, no le escucho con atención. Entramos a una pensión. Joaquín almuerza un asado duro con plátano y porotos. Yo como una ensalada.

Me siento mejor respecto a la noche anterior, tal vez porque presto menos atención a Joaquín, yo sé que en el fondo lo rectangular nunca fue un problema. En la tarde visitamos una iglesia que por un momento me recuerda a Potosí, claro que sin frío, pero podría ser Potosí, por su forma y colores. Al volver al barco pasamos por el Mercado Modelo. Joaquín se compra un gorro de gringo que dice Salvador de Bahía, yo me llevo una negrita de madera. Volvemos al barco. Cenamos y mi apetito es voraz. Tengo sueño. En el camarote hay toallas cuadradas. Tomo una ducha refrescante. Al secarme, la toalla absorbe homogéneamente el agua sobre mi piel, me siento en casa. Me escurro en las sábanas. Sueño que estoy en un transatlántico de luna de miel, pero no con Joaquín.


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